viernes, 26 de septiembre de 2008

Dulce Obsesión

                                                            A los catorce años y con una espina incrustada en el corazón  tomé un cuaderno sin líneas de pasta dura y vieja e inicié lo que según yo sería el diario de un olvido. Un manual práctico al cual acudir en lo que asumí se convertiría,  una cadena con incontables eslabones de amores mal logrados y lágrimas enjugadas sobre la almohada y bajo las cobijas delgadas y coloridas del tiempo aquel; allí en lo secreto,  donde  mi hermana o mis padres nunca  podrían escuchar. Y este manual con atributo de libro divino daría las respuestas a todas las interrogantes que surgían esa noche lluviosa de septiembre cuando al fin después de tanta expectativa pude comprobar lo que se sentía en el final del primer amor. La perdida de la inocencia escribí. Pero el simple hecho de creer y escribir con convicción que vendrían muchas más rupturas de corazón era en sí, un acto puro de inocencia. Porque después de todo nunca termine el diario, porque intente otros, porque ninguno dio resultado, porque ni siquiera me enamoré tantas veces, porque las puedo contar con los dedos de una mano, porque aún me sobran dedos para sumar pero no me queda corazón para entregar.

Más tarde con la convicción propia de la niñez pero estando ya en mi adolescencia tuve la idea para una libro. Mi maravillosa idea escribí, se convertirá en mi primera novela. En ella un estudiante de alquimia en la lejana España  recibiría de su maestro al momento de morir, un medallón Maya de oro y jade. Este acontecimiento lo haría recuperar la fe en la alquimia, pues él, después de años de tanto estudiar, empezaba a dudar de que existiera la piedra filosofal, sin embargo el maestro con sus últimas palabras le confirmaba que efectivamente era posible convertir lo que fuera en oro. El medallón con su imposible aleación de oro y jade era la prueba de que una civilización antigua y desaparecida había descubierto mucho antes lo que tanto buscaba. Así partiría en un barco rumbo a América  en busca de El Dorado, la gran ciudad de oro, que ahora el medallón con su mapa tallado, demostraba que no era en Perú donde se escondía sino en las selvas Mayas con sus templos ocultos en la  maleza y la  promesa de una aventura sin igual plagada de peligros y magia precolombina. Nunca escribí una sola línea.

Hubo más historias que merodearon mi alma, que me robaban la tranquilidad, que me desvelaban y no me  dejaban en paz hasta que con torpeza intentaba escribirlas y desterrarlas, pero nunca pude pasar de uno o dos párrafos. Aún así funciono como exorcismo  el simple acto del intento. En la  secundaria vino la  bendición del teatro y la declamatoria. Plagié de uno de mis libros favoritos la idea de una tragedia, escribí la obra y la representamos en el colegio. La escribí usando dos historias del hermoso libro “Aura o las Violetas” escrito por el  colombiano Vargas Villa, un completo desconocido para mis compañeros y hasta para mis  maestros. Aunque quedó en el segundo lugar pues como sucede en mi Guatemala: la comedia  “social” aunque estúpida, siempre  genera la mejor crítica. Mi maestro de español se encargo  de consolarme diciendo que era una historia bellísima y que entendiera que pocos seres tenían la sensibilidad para apreciar una tragedia cuando se es adolecente, mi trabajo había significado el ganar una vez más con alto puntaje. Nunca se entero de mi robo, hasta el día de hoy, la culpa me persigue. Sin embargo la declamatoria me llevo a releer la poesía de Bécquer que tanto había disfrutado a mis escasos once años y que ahora podía confesar a los cuatro vientos. Neruda, Machado, Martí y otros tantos pasaron por nuestras aulas entre  aplausos y  risas burlonas.

Los años pasaron y con ellos envejecí a un ritmo excesivamente acelerado. Cuando mi anatomía cumplió la edad de veinticinco años, mi alma estaba muy deteriorada ya. Envejecer es el sentimiento que consiste en creer que las cosas se pudieron haber hecho mejor. Y yo, poseía  una extensa colección de errores que hasta el día de hoy no puedo comprender. La juventud es el sentimiento que consiste en creer que hay mucho camino por delante. Quizás ese es mi subterfugio, mi explicación para tanta estupidez; dejar pasar el tiempo creyendo que había tanto, tanto por vivir, y que siempre tendría suficiente para  enmendar lo que fuera.  A veces me pregunto si la adolescencia, es la parte de nuestra vida cuando ser idiota es algo normal, o tan solo comprensible, y, mientras más larga sea esta, más tiempo  nos exponemos a echar a perder nuestra vida entera. Algunos nunca logran salir de ella, eso explica muchas cosas. Yo, en una fría madrugada de enero y después de una larga noche recriminándome y debatiendo con mí ser, acepté que ciertas cosas eran irremediables hasta ese punto. Escribía y escribía mala poesía, releía una y otra vez mis libros, dormía con ellos, entre mis sabanas se amontonaban  en un cálido librero. Los días se me pasaban enterrado en mi casa, vivía solo, la casa era silenciosa, yo dormía en una habitación donde las paredes rajadas por algún temblor de los noventa me permitían ver hacía el patio con un poco de esfuerzo, y en las otras tres habitaciones, no había nada más que soledad añejándose día tras día. Las botellas de vino  vacías tenían velas, solía encenderlas para calentar un poco mi austeridad, y fue así como a la luz de esas velas, escuchando música de Nina Simone y Joaquín Sabina nació mi primer relato corto. Es una conversación, entre dos hombres, es decir, no existe narrador, la tercera persona seríamos nosotros escuchando, leyendo. Plagado de errores ortográficos, aún hoy lo disfruto como lo que considero, el primer paso en este hermoso viaje que ha sido la literatura. Quizá no pueda recordar a ciencia cierta cuál fue  el libro que encendió en mi ser el fuego  que hoy  me consume, la dulce obsesión que me posee,  y , que a través de las cuatro dimensiones  del espacio y el tiempo me conduce hasta este momento cuando escribo, y más, mucho más allá. Todo comenzó con un libro, y espero, al final de mis días  termine con otro.